Voy caminando por la calle, es
otro día gris. Me gusta esta soledad autoinducida, mi panorama es lúgubre pero
no me quejo, cargo deseos de beber.
Apenas he salido de casa y ya me
he topado con quince niños tontos que bailan al son de una pulla repetitiva y
absurda que nada tiene que ver con su cultura. Se les ve contentos sin reparar
en que mañana les dolerá el estómago y se les pudrirán los dientes. Odio su
energía insana.
Vuelvo el rostro, me coloco los
audífonos. Hoy escucho música criolla, a pesar de que sólo la escuche por este
día y sabiendo que me entrarán ganas mayores de beber. No importa. Le hago
guerra silenciosa a la muchedumbre. Sonrío desquiciada riéndome de una
situación que sólo yo entiendo.
Cruzo la calle, tres niños visten
de negro, simulan a la muerte contentos. ME hace preguntar si cuando mueran sus
padres, sus hermanos o ellos mismos, también sonreirán.
Otros van de princesas y
caballeros, aunque nunca hayan visto alguno real. Quien no quisiera el ánimo de
un niño.
Sigo caminando y veo tres señoras
quejándose porque un hombre se niega a entregarles dulces para sus hijos. Me
quedo observando, el hombre les recrimina que le enseñen cosas tontas a sus
hijos en lugar de ponerlos a estudiar, las viejas brujas casi se le van encima.
Es un cuadro gracioso, desearía traer una cámara para registrar la estupidez
humana pero luego recuerdo que puedo encender el televisor por la mañana o ver
el periódico al día siguiente. Repudio a la gente estúpida, pero nunca importó
tanto como ahora. Subo el volumen de la música y continúo mi camino. Probablemente
termine bebiendo a la salud de un día que detesto.
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